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Tradición e innovación: así es por dentro la primera bodega de Rioja

El bullicio y el trajín en Marqués de Murrieta es impropio de esta estación del año. Entrando ya en el invierno, olvidada la agitación de la última vendimia, las bodegas suelen discurrir por un periodo de aparente calma en el que el trabajo se hace de puertas para adentro. Pero en Marqués de Murrieta la actividad continúa: por todas partes se ve movimiento. Este ajetreo forma parte de la penúltima fase de actualización de la bodega, un extraordinario trabajo de remodelación que, a lo largo de los últimos 15 años, ha vuelto la casa del revés.

Primero fue la restauración del Castillo de Ygay. Ocho años y 14 millones de euros de inversión para recuperar el ‘château’ de estilo bordelés que don Luciano de Murrieta construyó a mediados del siglo XIX, cuando creó la primera bodega de Rioja en la finca Ygay, 300 hectáreas de viñedo al sur de la Rioja Alta. Ocho años en los que los mejores maestros canteros emplearon más de 6.000 toneladas de piedra para llevar a cabo una rehabilitación completamente artesanal que respetara la historia y la tradición de la bodega, pero que, al mismo tiempo, dejara constancia de su apuesta por el futuro.

Finca de Marqués de Murrieta. (D. Gutiérrez)Finca de Marqués de Murrieta. (D. Gutiérrez)Finca de Marqués de Murrieta. (D. Gutiérrez)

Tras la apertura del castillo, en 2015, se habilitaron más de 25.000 metros cuadrados para la nueva zona de elaboración, un complejo de edificios dotados con la más novedosa tecnología para dar vida a los vinos de Marqués de Murrieta. En esta fase, también se ha desarrollado un proyecto de paisajismo de más de 50.000 metros cuadrados que embellecen, aún más, el conjunto que se inaugurará en el segundo semestre de 2020. Y después… más proyectos, sí, porque Vicente Dalmau Cebrián-Sagarriga, undécimo conde de Creixell y alma de esta muy pensada revolución, va a seguir cimentando la continuidad, coherencia y equilibrio de una bodega que se asoma al futuro con las raíces bien ancladas en el pasado. “Marqués de Murrieta va a cumplir 170 años, y la revolución está ideada para permitir que pueda seguir en cabeza otros tantos años más", explica a El Confidencial. "Desde el respeto a la esencia, al legado y a la tradición, se trata de cambiar todo para que todo permanezca igual”.

Una historia de leyenda

Pero no se puede entender el presente sin mirar atrás. Ese atrás nos lleva a la figura de don Luciano Murrieta, hijo de vizcaíno y peruana que llegó a España con 15 años y que, más tarde, se convirtió en ayudante del general Espartero, a quien acompañó en su exilio a Londres. Allí tuvo ocasión de conocer el mundo de los grandes vinos y quedó tan fascinado que, a su regreso a España, se planteó aprovechar las tierras riojanas de la mujer de Espartero para reproducir los caldos que había saboreado en el exilio. Fue entonces cuando se dio cuenta de que aquella era una región de viñedos, pero en la que no había cultura del vino. De hecho, escritos de la época muestran que había tanto excedente —y de tan escasa calidad— que llegaba a utilizarse para hacer mortero. “Fue un visionario: se dio cuenta de la potencialidad de esta tierra, de estas uvas, y se fue a Burdeos para aprender todo sobre el vino. Pasó allí tres años, profundizó en el estilo Médoc, en la crianza en barrica, y se trajo estos conocimientos a España. Fue un factor determinante que se convertiría en la base, en la nueva era de los vinos de Rioja”, explica Cebrián-Sagarriga.

Vicente Dalmau Cebrián-Sagarriga, presidente de Marqués de Murrieta. (D. Gutiérrez)Vicente Dalmau Cebrián-Sagarriga, presidente de Marqués de Murrieta. (D. Gutiérrez)Vicente Dalmau Cebrián-Sagarriga, presidente de Marqués de Murrieta. (D. Gutiérrez)

Aquello sucedía en 1848. Tres años después, envió su primer vino a Cuba —fue también un auténtico pionero, dotando ya de carácter internacional a una bodega que hoy está presente en más de 100 países y que exporta el 70% de su producción— y, una vez probada su calidad y que se trataba de un proyecto de éxito, abandonó el ejército para dedicarse en cuerpo y alma al vino. Compró la finca de Ygay y, a partir de ese momento, se convirtió económica y socialmente en el eje de toda la economía de la zona. Era 1852 y había nacido la primera bodega de Rioja, el referente de cuantas vendrían después.

El marqués de Murrieta —Amadeo de Saboya le otorgaría el marquesado en 1904— falleció sin descendencia en 1911 y su legado pasó a manos de la familia Olivares, que lo mantuvo hasta 1983. “En ese año, mi padre, otro gran visionario y trabajador incansable, tuvo la oportunidad de comprar la bodega”, apunta el undécimo conde de Creixell. En un primer momento, este empresario, que no cesaba de generar proyectos en todo tipo de sectores, asumió la adquisición de la bodega más emblemática de Rioja con la idea de quitarle el polvo y devolverle el lustre. “No sé si su primera intención era la de acondicionarla para venderla a continuación, pero lo que sucedió fue que se enamoró de ella y decidió trabajarla ‘en condiciones’. Eso supuso que toda la familia se trasladara desde Madrid a la finca Ygay. Nos vinimos a vivir aquí”.

Foto: D. Gutiérrez.Foto: D. Gutiérrez.Foto: D. Gutiérrez.

Era 1986. En los años siguientes, continuaron las inversiones. Se trataba de dar vida a las instalaciones, de trabajar la comercialización, la promoción. Una ingente tarea de reactivación, pero también de continuidad en lo que respecta a la esencia del vino. Y así, probablemente sin haberlo previsto, “generó algo único: un concepto de empresa familiar, un vínculo, un proyecto vital de todos. Yo mismo, con apenas 16 años, comencé a involucrarme en la bodega y a empaparme de la filosofía de Marqués de Murrieta, especialmente cuando, con 18 años, asumí el cargo de director de Exportaciones. Fueron años de locura, compaginando mis estudios en la Universidad de Navarra con el trabajo, pateándome el mundo entero. Fue imprescindible la ayuda de mi hermana Cristina, que siempre ha estado a mi lado y que es la otra gran pata de todo este proyecto”.

Una vida truncada

Pero todo se torció cuando, en 1996, su padre fallece inesperadamente y los hijos mayores tienen que hacerse cargo del grupo empresarial. “Tuve que tomar las riendas de Marqués de Murrieta con tan solo 26 años. Aunque ya llevaba siete años metido dentro de este proyecto y entregado a él, sacarlo adelante sin la dirección de mi padre nos supuso un trabajo ímprobo y una responsabilidad enorme”.

Los siguientes tres años sirvieron para aterrizar, siempre con la idea en mente de honrar la figura de un padre que se había dejado la vida en la bodega. En 1999, comenzó a acariciar la idea de la revolución. “Lo vi con claridad. Teníamos una marca con una potencia brutal, un auténtico número uno, pero no podíamos vivir solo de la historia. Había que apostar por inyectar la personalidad de un equipo joven. Una savia nueva, dinámica y viva. Una nueva era que supiera respetar la esencia y la marca, pero que mirara hacia delante”.

Foto: D. Gutiérrez.Foto: D. Gutiérrez.Foto: D. Gutiérrez.

Supieron, además, ser pacientes. Hacer con respeto, educación y tranquilidad el relevo del equipo anterior. Sin bandazos. Y dieron paso a un equipo de gente jovencísima —hoy ya pesos pesados— que compartía un mismo sentir y que supo iniciar esa primera revolución en los vinos, actualizando los existentes y dando un paso adelante con la creación de nuevos proyectos; nació así Dalmau, el vino con el que el bodeguero lanzó al sector un mensaje claro: las cosas estaban cambiando. “De hecho, le puse mi segundo nombre, Dalmau, para empezar a rellenar el vacío que dejó mi padre y para que se supiera que yo era el nuevo guía”.

Un guía obsesionado con la perfección y con el equilibrio entre el pasado y el futuro, la tradición y la innovación, y siempre con la excelencia como eje. Y también con calma, pese a su juventud. Con la sabia intuición de ir haciendo los cambios despacio, porque hay que respetar al cliente y porque, con una marca que lleva consigo 170 años de historia, no sirven los movimientos bruscos, los fuegos de artificio.

Las puertas abiertas

Tras esa renovación en los vinos, tras ese golpe de efecto que dejó claro en el sector que Marqués de Murrieta estaba sentando las bases de su nuevo futuro, llegaron también las descomunales inversiones en la rehabilitación del castillo, punta de lanza que permitió el despegue del proyecto enoturístico de la bodega. Cada año, 30.000 personas visitan la bodega, procedentes de todos los países, que quieren conocer el origen de sus vinos y la historia viva del rioja. “Nuestra ambición era abrir esa Rioja cerrada, de secretos, y dar a conocer Murrieta desde dentro”.

Foto: D. Gutiérrez.Foto: D. Gutiérrez.Foto: D. Gutiérrez.

Tras el castillo, la creación de la nueva bodega, de un botellero soterrado con capacidad para un millón de botellas... Y tantos otros proyectos, como el de hacer una casa con 25 o 30 habitaciones como guinda al enoturismo más exclusivo, que se pondrán en marcha en años venideros.

Cabe preguntarse si, más allá de la satisfacción personal, este esfuerzo titánico ha tenido su recompensa. Y no cabe duda de que así ha sido: tras superar las reticencias iniciales, la gente del vino entendió el proyecto y lo aplaudió. Entre un sinfín de premios y reconocimientos, está el que 'Wine Spectator' —una de las revistas más importantes a nivel mundial en el sector— seleccione año tras año Marqués de Murrieta entre las mejores bodegas del mundo. También destaca la obtención de los 100 puntos Parker por parte de Castillo Ygay Blanco Gran Reserva Especial 1986, el primer vino blanco de la historia de España en alcanzar tal puntuación.

“Son momentos únicos, pero lo más importante para mí es el equilibrio y la coherencia —concluye Vicente Cebrián-Sagarriga—. Yo vivo diariamente con intensidad y felicidad única este proyecto en el que yo represento al vino y el vino me representa a mí. Hay una vinculación entre un ser vivo, que es el vino, y el dueño. Un diálogo constante en el que el uno cuida del otro, una simbiosis. Detrás de una botella está mi figura; detrás de mi figura, la botella”.



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